enero 11, 2017


Tu veneno. Alabada miel que secreta tu presencia secreta en mis horas. En mi casa. En el auto. Esa cicuta dulce que lo inunda todo, que me mata lentamente, que lleva años quitándome la vida, pero sin dejar que se me escurra del todo, completamente... 

Estás en cada esquina. Cerrando los ojos, durmiendo profundo, aunque nunca estés en realidad. Despierto a tu ausencia, donde se muere el anhelo. Me duermo nuevamente para besarte, como nunca te besé, sumergiéndome de nuevo en una presencia constante, que puebla aún mi sueño, y que no se acaba. Me explotan los sesos. Se marchita este pecho. 

Mientras, el mundo, allá afuera, se va al demonio: La monera que reina en la oscuridad de mi apartamento explota graciosa, liberando pequeños engendros que me reciben inexorablemente en los recovecos de donde estuviste, furtiva, escondida del mundo, refugiada en mi hogar, por algún tiempo. 

Vivo en el entretiempo de la vigilia somnolienta que dejó el sonido de tu voz. Y me miro al espejo, y me doy pereza. Tanta pereza... Nada aprendí del tiempo que se fue. Nada aprenderé del tiempo que venga.

Soy un árbol, pintado de verde, que se marchita oculto, tras el maquillaje festivo de un día frío y soleado. Soy esa pregunta que nunca responderás. Soy un otro, otro perdido más. Y quisiera dormirme un rato, y ya no despertar jamás. 

Pero cada mañana la máquina que chilla entre mis orejas, sin respeto, impetuosa, irascible, molesta, me lanza una vez más al patio del mundo, por veinticinco horas más. Pero nada mas.

Tu veneno. Maldito, veneno. Malditas, caderas. Malditos, ojos, que aún mirándome nunca me vieron, que nunca me verán. Maldito, corazón, que no quiso entender de qué demonios estaba hablando.

Y me miro al espejo... 

Qué pereza habitar este letargo.

 Ábranse los prados verdes de los días que aún no han sido, como si fuese la propia esperanza que regresa a esta orilla del océano de las te...