marzo 06, 2011


Andan, dos extraños, solos, acompañados, sueltos sobre el jardín salvaje del Edén --hoy trastocado en la sombra del ojo del creador-- y se dedican a lo que  orgullosos llaman su vida particular. 

Sumidos en la canción de sus anhelos, los ojos cortos, ocupados en los momentos pequeños de las cosas simples: El cepillo de dientes, y la escalera larga, y el ascensor que no para les nublan los ojos de cualquier otra cosa que no sean ellos mismos. Sin embargo, en sus corazones hay un mandato, e incluso sin saberlo se buscan, los extraños, esperando encontrarse en algún tiempo.

En esa búsqueda que no tiene consciencia de pronto se encuentran los extraños un par de labios llenos, y puede que entonces les tomen la mano, y les besen, y les hagan la carne lo mejor que puedan en la idea de que un día tendrían que ser plenos. Escuchan estos extraños, y saben de memoria el eco vacío de sus palabras tiradas al mar, mientras parados cada uno en su acantilado de tierras ajenas aúllan las ideas que les hacen la voz de perros salvajes. 

Serenos, los extraños, comen largas las horas y las mastican de mano de otras almas afines; se sientan de lado, y a veces se confunden pensando que la ausencia de soledad es compañía. Se abrazan los extraños, se toman de las piernas largas, y de las espaldas fuertes de los hombres y de las mujeres que se les cruzan en el camino, y dejan de sentirse tan aparte, tan lejos de la playa de ese otro corazón que ya no recuerdan se perdieron en el camino. 

Imaginan, los extraños, que las cosas comunes, los lugares  convergentes, las formas hechas, debieran ser suficientes para beber el agua del olvido, y que la llama del atado de sus entrañas finalmente se apague allá adentro. Los extraños entonces se pierden. Se duermen el sueño de las cabezas simples, y se quedan guardados en la alacena de los corazones de todos los días.

Andan dos extraños sus caminos propios, huyendo del trazado del destino, y se olvidan de estar supuestos el uno para el otro, y se vuelcan a ser como el resto, cortando las líneas ineludibles de las cosas que van a ser.  En los dolores de las palabras simples, ardidos los ojos con las lágrimas de cosas comunes, alguna vez los extraños, de tanto bregar en los amores compactos, se rasgan la manta de cielo que les cubre el corazón, y deciden no jugar más el juego de buscarse, y se callan, y se sientan en su rincón de mundo, y deciden que no quieren saber más de las cosas que les hacen eco en la cabeza. 

Se sientan los extraños, se viven la vida taimados sin ganas de más rasguños, hasta que un día, inadvertidamente, cruzan una calle y escuchan el cerillo del otro que se enciende nada más pasar de lado. 

Aquel extraño entonces mira los ojos de ella, esa otra extraña, y sabe que si la ve demasiado podría caerse por el borde del abismo del centro de sus pupilas. Ella se acerca a él, a aquél extraño, y sabe que si se descuida un segundo su cuerpo puede perderse en el mar de los brazos del otro. 

Como el fuego sobre la hierba seca, sienten que la visión del de enfrente va a quemarles el cuerpo hasta consumirlos, hasta hacer que sus cuerpos cobren vida y se enciendan con las cosas que quisieron dejar en silencio. Los extraños, sin importar cuánto hayan corrido, cuánto se hayan alejado, finalmente se encuentran. 

Los extraños se encuentran. Si todavía se acuerdan de que son extraños, irremediablemente se besan… Si se besan, los caminos de las cosas que han de ser de pronto se encuentran, y el mundo súbitamente se acuerda de la forma de amanecer una vez mas.



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